El conocimiento del mundo es tan amplio que pensar que todos compartimos el mismo es un acto de ingenuidad. También lo es creer que poseemos idéntico saber enciclopédico. Sin embargo, incurrimos muchas veces en este error cuando escribimos: damos por sentado que el lector conoce y, por ende, entiende todo lo que queremos decir.
Una conclusión que se puede extrapolar a la de la creencia de que se escribe como se habla. Sí, una de las intenciones del escritor es poder conversar con el lector. Pero alcanzar este objetivo requiere poner en práctica determinados conocimientos y habilidades —que mencioné en el artículo «Escribir: una tarea compleja»—, y sobre todo entender que la oralidad y la escritura presentan diferencias.
La escritura no es simplemente una transcripción del habla, sino una tecnología que cambia profundamente la estructura del pensamiento humano. Lo afirma Walter Ong en su libro Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Estos dos canales de comunicación demandan diferentes competencias y procesos cognitivos, sostiene el autor. Por tanto, si bien coinciden en el uso del lenguaje como herramienta básica y en el propósito de transmitir ideas, cuentan con particularidades.
La oralidad, por ejemplo, tiene un carácter más efímero y flexible. Es inmediata y desaparece en el momento en que se produce. Sin olvidar que una misma historia siempre varía con cada narrador, que puede ajustar su mensaje según la reacción del oyente. Además, habilita el intercambio directo de ideas. En la escritura, la interacción es diferida y la retroalimentación no influye inmediatamente en el contenido original. Una característica que propicia una interpretación más individual. Por otra parte, con el lenguaje escrito, las palabras se fijan en el tiempo: se pueden leer y releer. Su perdurabilidad posibilita que las ideas transciendan generaciones. De hecho, gracias a la escritura, podemos entrar en diálogo con autores de otras épocas y lugares.
La comunicación oral se ve enriquecida por el tono de voz (enérgica, dubitativa, etc.) y el lenguaje corporal, que cargan de significado lo dicho. Un significado que varía según el contexto y la relación entre los interlocutores: desvela intenciones y emociones. Cuando hablamos hacemos pausas naturales para respirar, pensar y permitir que el oyente procese la información. En cambio, las pausas de la escritura responden tanto al orden lógico sintáctico como a lo semántico. Una singularidad que requiere un mayor cuidado en la elección del lenguaje y en la estructura textual.
Quien escribe debe crear y recrear el contexto situacional, sin apoyo de elementos no verbales. En una historia ficcional, por ejemplo, debe establecer un escenario que ayude a comprender mejor las ideas y la interrelación entre los personajes. También tiene que evocar emociones e imágenes vívidas en la mente del lector mediante técnicas narrativas, teniendo siempre en cuenta que la divergencia espacial y temporal le niega la posibilidad de evacuar dudas a los lectores. Y es que la creación de textos se asemeja al funcionamiento de un engranaje: ambos procesos implican elementos que se ensamblan y colaboran para lograr un objetivo. Y en la composición textual, la reflexión, la organización estructurada y la revisión meticulosa son piezas claves.
De modo que la oralidad y la escritura son dos formas complementarias de comunicación, cada una con sus ventajas y desafíos. La oralidad promueve la interacción inmediata y espontánea, mientras que la escritura, con su durabilidad y precisión, favorece la expresión de ideas y conceptos complejos. Por eso, reconocer y apreciar sus diferencias nos permite utilizarlas en contextos apropiados para así garantizar la claridad y el entendimiento de lo que se quiere expresar.