Quien escribe conoce la tensión que provoca que le muevan o le quiten una coma. Y si le cambian una palabra… Cuesta aceptar que se inmiscuyan en tu obra de creación, más allá de la naturaleza que tenga el escrito. Pero esta reacción no tiene tanto que ver con la soberbia, sino más bien con la vulnerabilidad. Hay tanto esfuerzo y tiempo detrás de la composición de un texto que cualquier modificación suele poner los pelos como escarpias. Porque escribir es un proceso desafiante —que no está exento de periodos de agotamiento creativo— pero también apasionante. Una entrega, con sus claroscuros, que debe sustentar, y alentar, la necesidad de revisión por parte de una mirada cualificada.
La formulación escrita de las ideas sufre continuas transformaciones hasta alcanzar su versión final; cambios sometidos al continuo vaivén entre el convencimiento del acierto y la incisiva duda, que irrumpe muchas veces para arrasar con lo que ya creíamos definido. Buscamos las palabras exactas que describan con precisión los conceptos o detallen un espacio de tal forma que permita visualizarlo. ¿Cuántas veces dudamos al elegir un término? ¿Vacío, despoblado, yermo? Porque, claro, cada palabra tiene sus matices en según qué contextos. Sin pasar por alto (esto ya para los más minuciosos) la obsesión por evitar la cacofonía.
Terminamos conociendo al dedillo cada expresión, cada acontecimiento narrado, el desarrollo de cada idea. Inevitablemente, establecemos un vínculo estrecho con cada una de las líneas que escribimos. Es muy difícil tomar distancia de la escritura, y esta cercanía contamina nuestra objetividad y la capacidad de percibir errores cuando abordamos la revisión.
A este tipo de condición se la suele denominar ceguera del escritor. El cerebro ya conoce el contenido, sabe lo que dice cada párrafo, cómo empieza y cómo termina, así que su recorrido está tan pendiente del significado que suele pasar por alto erratas e inadecuaciones. Y no porque no leamos el manuscrito hasta el cansancio. Pero, como ya sabemos lo que vamos a leer, nuestra atención se dispersa. De hecho, puede ocurrir que leamos lo que pensamos que escribimos, en lugar de lo que realmente hemos escrito.
Por ejemplo, si omitimos alguna preposición o un determinante, o no está bien establecida la concordancia entre el sujeto y el verbo, o un sustantivo y un adjetivo, es muy posible que no nos demos cuenta. También puede ocurrir que rebauticemos a un personaje secundario con otro nombre en el quinto capítulo o que repitamos una información que ya habíamos aportado ocho párrafos antes. Desaciertos que no siempre tienen que ver con el desconocimiento de la normativa o con que no sepamos qué es lo que queremos decir, sino más bien con que el cerebro completa la información faltante y lee más de memoria que con los ojos.
Necesitamos desvincularnos del texto, dejarlo reposar para ser capaces de revisarlo, más adelante, con una frescura que nos permita detectar fallos o inconsistencias. Y, aun así, nuestra lectura siempre va a estar impregnada de subjetividad; por eso es tan valioso el aporte de una mirada cualificada.
La corrección profesional requiere la articulación de un profundo conocimiento de los entresijos del lenguaje y del entramado textual. Este oficio, además de una actualización constante, exige una formación específica que abarca mucho más de lo estrictamente normativo. Sí, las profesionales de la corrección nos aseguramos de que el manuscrito esté libre de errores ortográficos y gramaticales, pero también atendemos a la textualidad: revisamos el plano pragmático, comprobamos que cada párrafo conviva en armonía con el resto de la composición y verificamos la idoneidad de la estructuración de las ideas con el fin de que sea clara y comprensible.
Un escrito no es la suma de frases ni de párrafos, sino una unidad de significado. Nuestra misión es garantizar, mediante estrategias lingüísticas y estructurales, que todas las piezas del engranaje textual encajen para que se cumpla el propósito comunicativo y los destinatarios capten el significado, sin fisuras y, sobre todo, sin alterar la intención y el estilo de quien lo ha escrito. Porque la intromisión es, sin duda, el temor por excelencia de quien escribe cuando se enfrenta a la devolución de la corrección. Un reparo entendible pero erróneo.
No, no somos unas tiranas que atacamos un escrito con afán colonizador. La labor de las correctoras profesionales es asesorar y ejercer de bisagra entre quien escribe y quien lee. Nuestras intervenciones responden a las necesidades del texto (ortotipografía, estilo, microedición). Conocemos las normas y estamos cualificadas para mejorar la claridad y la coherencia, pero siempre desde el diálogo, teniendo en cuenta la intención comunicativa de quien escribe y la adecuación al público objetivo. Porque, en definitiva, quienes corregimos y escribimos compartimos un mismo objetivo: potenciar y enriquecer el mensaje escrito.